jueves, 9 de abril de 2009

SIEMPRE QUEDA ALGO...

SIEMPRE QUEDA ALGO

José R. Delfín

Los romanos decían que la muerte es cosa cierta, su hora incierta, verdad de Perogrullo, pero verdad al fin y al cabo. Más aunque la hora sea incierta, hay veces en las que la muerte anuncia su cercanía. Eso pasó con mi amigo... Ya habían pasados casi dos años desde aquel fatídico día en la que nos dijeron que su tránsito era inevitable, debido a que la enfermedad que padecía, hoy por hoy, no tenía cura. La noticia fue como si nos hubiesen dado con una gran maza sobre nuestro corazón. Yo sentí como un frío intenso se apoderaba de mi cuerpo y llegaba hasta mi alma: mi amigo me iba a dejar. Sin él pretenderlo; sin querer separarse de mi lado; sin él saberlo... Y así fue. Pero siempre queda algo:
Recuerdo la primera vez que nos vimos: fue en Chiclana de la Frontera -un bonito pueblo de la provincia de Cádiz que durante los meses de verano ve multiplicada por mucho su población-, en un chalé cercano a la Playa de la Barrosa. Nada más vernos se vino hacía mi para saludarme y quedarse a mi lado y, desde ese mismo momento, vio en mi a un padre, a un hermano, a un amigo...no lo se. Pero aún visiono a través del recuerdo aquella mañana y, pueden creerlo, al describirlo vivo la misma sensación; siento el mismo impacto de ternura que entonces sentí. En ese momento decidí que viviría con nosotros, en nuestra casa; como un miembro más de la familia, y así fue. Todos lo aceptaron con agrado (aunque mi esposa, en ese principio de convivencia, tenía sus reservas); todos vieron en él las grandes cualidades que poseía: era cariñoso, alegre, agradecido, aunque, de vez en cuando algo ruidoso. Pero eso incluso hacía que en nuestra vivienda la sensación de vida fuera aún mayor, más cálida.
Era digno ver con que paciencia esperaba mi llegada a casa –esperándome tras la puerta de entrada, según me contaba mi espossa-, y con la alegría que siempre me recibía; y las prisas que se daba para anunciar a quienes estuvieran que yo, su amigo, había llegado.
Aún siento como se sentaba, a la vez que yo lo hacía, en el sofá que ambos compartíamos; nuestro sofá: él en la parte izquierda, yo en la derecha. Pero siempre a mi lado. ¡Cuanta compañía nos dábamos el uno al otro!
Tengo grabada en mi mente aquella mirada, fija y dulce, que parecía decirme lo mismo que los versos que escribiera Rabindranath Tagore: “Cuando mi corazón calle con la muerte, mi corazón te seguirá hablando”, y así lo siento.
Hoy, cuando físicamente ya no está entre nosotros, todos escuchamos su silencio y yo, particularmente, siento su marcha (que no su muerte) hacia ese lugar que cuando Juan Pablo II reconoció que los de su especie tienen alma no dijo cual era su destino, con la congoja de quien ha perdido de vista a su mejor amigo y, a veces, hasta un enseñante.
En sus últimos días había perdido la visión; pero aún así corría, contento y dándose trompicones con muebles y esquinas, cada vez que un miembro de la familia, de su familia, le llamaba.
Su marcha deja un agridulce regusto de alameda en nuestros corazones; agrio por su marcha física y dulce por haberlo conocido y haber sido los receptores de su afecto.
Con nuestro amor y agradecimiento por todo lo que nos ha dado, ¡gracias Mimo! Siempre nos queda el recuerdo de el más cariñoso de los Fox-Terrier.

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