jueves, 9 de abril de 2009

DEL HAMBRE A LA RIQUEZA

EL PERFIL DE UN CARGO PÚBLICO,
(O DEL HAMBRE A LA RIQUEZA)
José R. Delfín

Hay veces en las que parece que todas las personas -no importa que tengan o que hayan tenido algo que ver de una forma directa con la política, bien sea en cargo público u orgánico- se empeñan en rizar el rizo. Veamos: Casi de continuo nos hacemos la llamada pregunta del millón: “¿Cuál es el perfil ideal para un cargo público?”, y no nos damos cuenta que con ello estamos mostrando la ignorancia o la ceguera de nuestro “yo”.
Por lo que se está demostrando, cuando tratamos de fijar eso que en psicología se ha dado en llamar “perfil” para elegir a la persona que en teoría nos debe dirigir en nuestra singladura política, nos fijamos en los tres siguientes puntos:
1º.- Que su aspecto físico sea agradable e inspire confianza.
2º.- (Que bien podría ir en el primero de los lugares) La afinidad que tenemos con esa persona. (Eso que en política se suele denominar “la familia”).
3º.- Si las relaciones sociales que tiene están repartidas entre las distintas capas sociales y si tiene un alto número de familiares y amigos (¡Votos!). No nos engañemos, esas son las principales cosas que se miran, al menos en la teoría.
Ahora debemos analizar que es lo que la mayor de las veces se obvia y que deberían tener prioridad:
1º.- La inteligencia, más o menos demostrada, de la persona elegida.
2º.- El nivel cultural de la misma. Pero sin confundir el “nivel cultural” con los conocimientos, pues todos sabemos que, en muchos casos, los títulos no suelen acompañar al saber. (Recordemos aquello de qué “lo que Natura no da, Salamanca no lo presta”).
3º.- Si tiene un talante tranquilo y conciliador o, por el contrario, es una persona resentida socialmente. Cosa que es imprescindible saber para apoyar a alguien en política.
4º.- Si tiene la capacidad analítica suficiente para saber diferenciar lo que de verdad es importante para el bienestar, cultural y económico, para la ciudadanía. Lógicamente dentro de la filosofía del partido que represente.
5º.- Si es capaz de fajarse dialécticamente con sus contrarios político utilizando el verbo con el suficiente conocimiento o, al contrario, más que verbo utiliza una verborrea mitinera y, a veces, aunque sea por el tono empleado, barriobajera.
6º.- Que encaja con naturalidad y hasta con una sonrisa la adversidad política que en cualquier momento se puede presentar. Eso que llamamos “comerse un sapo”.
7º.- Si tiene unos mínimos conocimientos de la ética y, por supuesto, si los utiliza, y
8º.- Que todo lo que obviamos no significa nada pues, tal como está diseñado el organigrama de los partidos político en nuestro país, la mayor de las veces, el candidato o la candidata lo impone quienes “dominan” las agrupaciones locales. Ese es uno de los inconvenientes de un partido democrático. Después ya es cuestión de suerte.
Tal vez esa sea la manera de evitar en lo posible que veamos como hay personas que, tras unos años de estar en política, han pasado del hambre a la riqueza; y en muchos caso, de estar en libertad a ser un o una posible inquilina de cualquier cárcel.
Los ciudadanos no queremos que abunden los sinvergüenzas enmascarados que después son condenados por delincuentes.
Tal vez esto no sea del agrado de algunos, pero estoy seguro de que la mayoría de los lectores lo comparten.
Otra cosa es: ¿Que es lo que se puede hacer para cambiar este sistema de designación?
Considero que esta sí que es la pregunta del millón.

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